El problema de ser tonto, por Alfonso Aguiló
«Nos encontramos, pues, con la misma diferencia que eternamente existe
entre el tonto y el perspicaz. El perspicaz se sorprende
a sí mismo siempre a dos dedos de ser tonto;
por ello hace un esfuerzo para escapar a la inminente
tontería, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia».
«El tonto, en cambio,
no se sospecha a sí mismo: se parece sensatísimo, y
de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se
instala en su propia torpeza. Como esos insectos que no
hay manera de extraer fuera del orificio en que habitan,
no hay modo de desalojar al tonto de su tontería,
llevarle de paseo un rato más allá de su ceguera
y obligarle a que contraste su torpe visión habitual con
otros modos de ver más sutiles».
«El tonto es vitalicio y sin poros.
Por eso decía Anatole France que un necio es mucho
más funesto que un malvado. Porque el malvado descansa algunas
veces; el necio jamás».
Estas reflexiones de Ortega y Gasset resultan muy interesantes
para todos, porque todos tenemos algo de necedad, y sobre
todo porque sólo demostramos ser inteligentes cuando sabemos advertirla y
escapar de ella con normalidad. Nos manifestamos inteligentes precisamente cuando
advertimos que con nuestras intuiciones totalmente previsibles, con nuestra aburrida
reiteración de prejuicios y estereotipos, con nuestra incapacidad para cambiar
de punto de vista sobre las personas o los asuntos,
o con nuestro ridículo empeño en aparecer como personas más
documentadas e inteligentes de lo que somos, lo que demostramos
en realidad con todo eso es que no hemos advertido
que estábamos a dos dedos de ser tontos, o que
lo hemos advertido pero no hemos sabido parar a tiempo.
Todos incubamos necedad,
y quizá debemos seguir el consejo de Ortega y atrevernos
a dar un paseo más allá de nuestras seguridades, esforzarnos
por contrastar nuestra visión de las cosas con las de
otras personas, a las que quizá hasta ahora hemos menospreciado
sin molestarnos mucho en entenderlas.
Ser tonto no es tener mayor o menor
coeficiente intelectual. Todos conocemos personas con un CI modesto pero
con una enorme sensatez. Y personas supuestamente muy inteligentes pero
tan engreídas que son verdaderamente tontas. Los tontos han llegado
a serlo a base de repetir actuaciones en las que
les ciega una vanidad tonta, una susceptibilidad necia, una suficiencia
estúpida o una envidia torpe.
Todos tenemos limitaciones, y demostramos inteligencia al advertirlas
y procurar aceptarlas y superarlas poco a poco. El tonto,
en cambio, no las advierte, y si las advierte, intenta
disimularlas a todo trance, y eso nunca sale bien.
Para
no hacer el tonto, lo primero es estar dispuestos a
reconocer la verdad de las cosas. "No conozco otro modo
de extirpar un defecto o un vicio personal que declararlo
y ponerlo sobre la mesa de la sinceridad", escribió Gregorio
Marañón. Si somos sinceros advertiremos que con demasiada frecuencia nos
empeñamos en mantener nuestra opinión aunque sea manifiestamente mejorable, o
queremos aparentar una seguridad que no tenemos y hacemos entonces
el ridículo más espantoso, o estamos demasiado pendientes de nuestro
rango y resultamos patéticos.
Ser tonto tiene mucho que ver con el prejuicio
y el estereotipo, pues ambos son jubilaciones del esfuerzo por
pensar. Enjuiciamos todo con arreglo a lo que nos cae
bien, a nuestra intuición quizá un poco apolillada por manías
y obstinaciones. Nos dejamos llevar por antojos intelectuales que conducen
a la ofuscación y a la terquedad. Permitimos que las
ideas fijas sustituyan al pensamiento abierto y libre. Perdemos así
la lozanía mental y nos aproximamos paso a paso al
problema de ser tonto.
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http://www.fluvium.org/textos/etica/eti407.htm